20 de julio de 2012

Héctor


Héctor, compañero de trabajo de Sofía en Linark los fines de semana. En un momento dado, Héctor también llega a ser importante en la vida de Sofía. Quizá importante sea un término demasiado fuerte para este caso; Héctor fue más bien como un bálsamo en un momento en que todo parecía derrumbarse.

 “—Tengo una resaca, tía, que me estoy muriendo —le dijo Héctor detrás de uno de los percheros.
—No me digas, pues ya somos dos —dijo Sofía con los ojos semicerrados—. Fíjate que no sé ni cómo he llegado hasta aquí, me he dormido en el bus. Menos mal que es la última parada.
—Cuando yo me he levantado todavía me duraba el pedal. Bah, voy a dejar aquí toda esta mierda y me largo al aseo un rato —dijo Héctor, y acto seguido colgó las prendas en el perchero más próximo y se alejó.
—No te pases, hombre, al menos pon alguna en su sitio.
—Sí, a ver cómo las encuentro, si hoy no tengo ni cerebro.
No, ni hoy ni nunca.
Héctor era un chico de veinticuatro años con mentalidad de quince. Era increíblemente guapo, alto, moreno, ojos azules. Un modelo.”

16 de julio de 2012

¿Quién quiere unas patatitas fritas?

¿Quién quiere unas patatitas fritas?

“Al llegar a la parada del autobús las fosas nasales de Sofía percibieron el apetitoso aroma de las patatas fritas y se abrió un agujero, más grande que los descubiertos por Stephen Hawking, en su estómago. Como el autobús no había llegado aún (después Sofía maldeciría este hecho) Rosana y ella acabaron con una bandeja de patatas fritas con kétchup en las mano...s. Tampoco me voy a morir, y así al menos me absorbe el alcohol. Las pocas personas que estaban desperdigadas alrededor de la parada del bus a esas horas se convirtieron en cientos que se generaron espontáneamente en cuanto el autobús asomó el morro por la esquina. Rosana y ella, concentradas en las patatas fritas, masa de grasa deliciosa que calmaba sus estómagos, no tuvieron tiempo de reaccionar a semejante marabunta y acabaron al final de la cola. Cuando ya se acercaban al vehículo Sofía tropezó con un adoquín roto de la acera, le dio un manotazo al de delante para aferrarse a su camiseta y evitar una estrepitosa caída y las patatas fritas salieron volando por los aires, manchando de kétchup los pantalones y los tops de tirantes de la concurrencia que se arracimaba delante de ella.
—Sorry, sorry —le dijo al que había sufrido su manotazo, que se había girado y la miraba con ganas de matarla—. Joder con las aceras, es que no hay ninguna que esté bien. ¿Pero es que en este país pegan los adoquines con pegamento Imedio? Hala, a tomar por culo las patatas —dijo Sofía mirando con pena cómo eran aplastadas por los pies que se afanaban en subir al autobús. Una patata se quedó pinchada en el tacón de aguja de una chica y Sofía la siguió con la mirada. Su estómago se quejó y por un segundo, aún bajo los efectos del alcohol, Sofía estuvo tentada de recogerlas del suelo. Y del tacón.”

Esas inocentes patatitas, al día siguiente...

“En cuanto se bajó del autobús tuvo que acelerar el paso urgida por un apretón de su intestino malherido y unas flatulencias capaces de despertar el más obtuso de los olfatos y el más tapiado de los oídos. Ignoraba si desde su trono en el salón la polaca alcanzaba a escuchar la mascletá gaseosa que se desató en el aseo. Lo dejó convertido en una cámara de gas mortecino donde no le habría recomendado a nadie prender una cerilla.”

8 de julio de 2012

¿Dónde está Harry Potter?

Que esté ahí el Christ Church college cientos de años aguantando las más horrendas adversidades climáticas, estudiantes borrachos, visitantes pisoteándolo, etc, y que tenga que venir desde la gran pantalla un chaval con una varita para convertirlo de pronto en el más famoso de Oxford. Me refería a Harry Potter (por si alguien no lo había pillado) y la de aquí abajo es la sala donde se rodó (al menos como inspiración). Me dijeron que también la película de la Brújula Dorada se había rodado allí en parte, pero no llegué a confirmarlo.


No es de los más antiguos, pero sí quizá de los más bonitos y, vuelvo a insistir, famosos, gracias al chaval de las gafas redondas.




Una vista desde los jardines, por donde Carlo y Sofía, y más adelante con Sergio, los protas de la novela, pasean cuando hace buen día (un par de ocasiones).

2 de julio de 2012

El tiempo

Pues lo que todo el mundo sabe no, lo siguiente. Quien no le dé importancia al clima, está mintiendo. Cuando pueden pasar perfectamente unos dos meses sin ver un rayito de sol asomar entre las nubes, a una se le mete la penumbra dentro. Así es el tiempo en las islas británicas. Hay excepciones. Muy raras, pero las hay (por ejemplo, hay testimonios de haberse alcanzado casi 30ºC algún día suelto durante el verano. Verano por decir algo). 

“Un sempiterno vientecillo helado golpeaba las cabezas y enfriaba los cuerpos sin piedad, y la lluvia no entorpecía su labor. Bajo su acción los paraguas se volvían objetos inútiles, arremolinaba cabellos recién peinados, levantaba faldas, provocaba estornudos y extraía mocos de las narices como un embudo.”

“Afuera llovía. Y continuó lloviendo con fuerza sin tregua toda la noche. Sofía oía el repiqueteo de la lluvia contra el tejado como un batallón de caballos acercándose al galope, hasta que al final cayó en un sueño superficial e inquietante. Al despertarse, el batallón todavía estaba allí. La diferencia de luz con la cortina retirada era poca y la humedad se había colado en la habitación como un espíritu maligno.” 


 “El fin de semana una lluvia inmisericorde, capaz de vencer la impermeabilidad de las más reputadas telas, se desplomó tempestuosamente sobre calles, tejados y parques, fustigando árboles, antenas, personas y paraguas. Sofía salió únicamente al supermercado. Volvió empapada, con todos los envases de los productos mojados, las bolsas chorreando y charcos dentro de los zapatos y le pilló un berrinche que se pasó media tarde llorando.”